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martes, 20 de diciembre de 2011

Aprender a volar

Lo primero es cerrar los ojos, apretarlos con fuerza, como si el hecho de tenerlos cerrados fuera el remedio a la realidad, al odio, al rechazo. Después hay que imaginarnos. Sí, a nosotras. Imaginarnos de chiquitas. Sonriendo. Justo en el momento de completa felicidad que se siente al ver las cortinas moviéndose por el viento o al escuchar a nuestra madre gritando groserías por quemarse con la sopa. Esas memorias siempre se olvidan y son esenciales en la vida etérea. Vida de nubes y del uso opcional de zapatos, ¡es que hay unos tan lindos que sería una lástima no poder usarlos! Después…

*Tengo que advertir que la vida de las mujeres que vuelan no es tan sencilla como se puede llegar a pensar, no es solamente recorrer el mundo entero, haciendo escalas en París. Tampoco me refiero a a las ganas de cruzar la atmosfera para intentar llegar a otros planetas ¡eso es sencillo! Se aprende en los primeros meses. No, no, lo complicado radica en los fantasmas. Ellos también vuelan. El problema es que son ciegos y nosotras despistadas. Pensando en el camino para llegar a Tokio y en lo lindo que es el color del cielo a las 5:34 de la tarde, podemos chocar con uno y eso es terrible. No solamente el dolor es casi inaguantable, sino que las ganas se mueven y el veneno de los fantasmas (que no sacan por malos, sino en defensa del golpe recibido) puede ocasionar que recordemos el porqué quisimos, inicialmente, aprender a volar. Siempre es por algún amor fallido, exceso de lágrimas y ganas de huir.

Ahora sí, si conociendo esto, decides que aún quieres unirte al club de mujeres etéreas, después de imaginar, tienes que saltar.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Amanecí extraña

En lugar de mis pies sólo distinguía el recuerdo de una guerra a muerte. Una guerra sin sentido en donde mi calcetín izquierdo resultó herido. Nueve de mis dedos eran besos y uno ¡despistado! seguía siendo un dedo. Mis piernas ya no eran piernas sino la idea de tus manos sobre ellas. Más arriba no había nada. Sólo dos o tres lágrimas perdidas en busca de un mejor clima.
Mi estomago vacío. Daba una sensación parecida a la que se siente cuando se muere la abuela: un hoyo. Mis senos apenas se lograban percibir, era un asunto de niebla (como la que me esconde de ti cuando no quiero que me encuentres). Mis hombros se convirtieron en aquel masaje que acabó en cosquillas y de mis codos sólo quedó lo áspero. Pero no fue hasta que vi el lugar en donde debía estar mi mano izquierda que me invadió el hartazgo del recuerdo. Había una mano, eso no lo puedo negar, pero una mano distinta, más grande que la mía. Una mano increíblemente más dañina: la tuya.
El espectáculo de mi mano derecha fue igual de triste; mis dedos buscaban nuestro trato y aunque no tuvieran lágrimas yo sé que lloraban, no dos, ni tres… sino lloraban.
Sentí miedo. Terror de verme en el espejo y comprobar que de mis ojos sólo quedaba el recuerdo de un mar y de mis labios sólo las ganas de nadar. Pero me consoló ver mi pelo largo, un poco más rubio y con la trenza que sé…
odiabas.