Mar

Mar

lunes, 27 de agosto de 2012

De cuando una amanece con ganas de hacer cosas

Abrió los ojos a las cuatro cuarenta y seis de la mañana, tenía calor pero frío en los pies. Se sentía rara; Estaba convencida de que mientras dormía, algo en el mundo había cambiado. ¡En su mundo! Era rarísimo el sentimiento que la acompañaba: la cabeza no le dolía y sus ojos estaban secos, sus piernas no temblaban y el sudor era a causa de las sábanas y no del miedo que da cuando se pierden las ideas, sobre todo las que llegan de repente a contrarrestar las que nos joden la vida.

¿Sería que por fin ya no estaba triste?

Algo adentro de su cuerpo había sanado. Algo que estaba mal ya estaba bien. Entonces,
las ganas de salir al mundo la invadieron, quería, con todas sus fuerzas, pararse de la cama, meterse a la regadora, preparar el café, tender la cama, elegir la ropa, escribir un cuento… ¡AHHHHHHH! Todas esas cosas y las ganas, ¡las ganas de hacerlas! la aterraron.

Estar rota era su única excusa para guardarse en una caja y protegerse, para que el café estuviera frio y no le quemara la lengua, para caminar lento y no tropezarse, para llorar tanto que nunca existiera la mínima posibilidad de quedarse seca. (Ella sabía que la sequía, sería la verdadera tragedia de su vida. Se lo había dicho alguien que ya no lloraba nunca, noches atrás, en un sueño)


Es verdad que ella se había roto hace mucho tiempo, pero el hecho de que la herida se hubiera cerrado solo podía significar una cosa: era tiempo de abrir otra.