El lugar era oscuro, un poco húmedo y lleno de polvo. Era ese lugar al que desde chiquita, me habían dicho que tenía que temer. Un lugar lleno de ratas y de cosas que antes habían sido y ya no eran nada.
Me desconcertaba no estar aterrada, mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y después de tantísima luz, por fin, ya podía ver.
El lugar era horrible y había unos estantes que guardaban
mechones de pelo,
tu pie izquierdo,
la cobija del hotel que alguna vez usamos y
tus ojos...
Ya no se distinguía el verde sino que habían adoptado un tono rojizo, supongo, por las venas reventadas a la hora de sacártelos. Eso no quitaba la certeza de que eran tuyos y el efecto que tus ojos siempre han tenido sobre mí.
Tus manos estaban guardadas en un cajón que no quise abrir; el tacto es una barrera que ya no estoy dispuesta a cruzar.
Era raro estar en un lugar con tantos pedazos de algo que antes me había robado la razón, pero la idea de saber que eran sólo pedazos y no un cuerpo completo con voluntad y palabras hirientes, hacía que no tuviera miedo de tenerte tan cerca.
Cortarte en pedazos chiquitos y guardarlos en cajones siempre ayuda; cortar tus dedos, hasta me robó una sonrisa.
Espero que no empiece a oler mal; Las nauseas siempre me recordarán que alguna vez quise besarte para siempre.
(Tu boca es algo que preferí guardar bajo llave. La explicación sobra)